Blogia
LOS DULCES VERANOS DEL JOVEN CONDE DE CEBALLOS

EL STÄRKUNGSMITTEL DI-THE-CERISE

Las torpes cabecitas de las tórtolas al ser bañadas por la lluvia ácida que cae de la tierra al cielo, en reversa, produce en sus ultramicroscópicos cerebritos un fenómeno que se conoce en ellas como el chat doux de las oiseau. En realidad este fenómeno ocurre en todas las aves, pero es especialmente en las muchachas de pechuguita repechada donde los síntomas logran llevarlas tan alto como a veces sus alas arrastran sus cuerpecitos. La sensación de fuerza, de poder, es tan intensa que, fatigadas, al perder el furioso impulso, regresan a la litosfera y caen en picada hasta encontrar cualquier nido que amortigüe su caída y apague esa sed de sueño. Pero, ¿qué es lo que sucede dentro de esas pequeñas cabecitas que las convierte en objetos, en meteoritos enardecidos y frenéticos?   Los impulsos eléctricos los reciben sus nervios, y las órdenes, sus órganos; el jugo invisible envuelto en pétalos abstractos se envía en una especie de droga, de opio sanguíneo que las excita a tal punto de llegar a enloquecerlas y hacer que, cuando caen en picada, no puedan frenar a tiempo, y entonces ocurre lo inevitable, los débiles cuerpos colisionan a velocidades increíbles ora contra el pavimento ora contra el suelo desnudo.  Tienen visiones al igual Osiris en el momento de eyacular sobre Isis. Los caminos que atraviesan sus sordos vuelos quedan impregnados de una fragancia de cereza y los valles de plumitas que pueblan los bosques tupidos de musgo son como torres nevadas de espesa y torpe nieve. Los niños campesinos se divierten recogiendo las plumitas de los demonios eufóricos y las conservan como trofeos, hasta que ya adultos, las siembran en sus huertos para traer buenas cosechas y bendecir a la familia, en especial a los niños pequeños, que así estarán protegidos del mal de ojo y de enfermedades virales. Hace un par de años fui testigo de un ritual de recolección. Me encontraba no lejos de la ciudad en una casa de campo, muy cerca de los campos de tulipanes y de El Manantial. Entretenía mis ojos con el imponente espectáculo que ofrecían unas estrellas, que supongo, eran el Cinturón de Orión. Parpadeaban los diminutos astros en la inmensidad de aquel hueso de petróleo con la intensidad de buril rabioso. Los diamantes jugueteaban cambiando su tenue color, a la vista de cualquier mortal se desnudaban dejando ver que no eran blancas sino también amarillas, rojas, bermejas, fucsias, violáceas, en fin, embelesado con esa sinfonía de color al universo.    Mientras apacentaba mi cordura, un niño muy flaco recogía las plumitas. Seguí prestando atención a una estrella grande, tanto, que parecía un planeta -soy un completo ignorante en astronomía-, y que estaba dando como saltitos, o hacía movimientos rápidos y lentos y dibujos incomprensibles, luego como sí fuera una boca hacía un círculo unas veces pequeño otras grande.   Me senté cerca del niño que parecía ser presa de un encantamiento que le impedía ver otra cosa distinta a las plumitas diseminadas por el campo. Mientras apoyaba mi cabeza en mis manos usándolas como almohada, pasó una estrella fugaz o algo parecido. Resultó ser una tórtola bajo el efecto del chat doux de las oiseau. Siguiendo la estrella a lo rey mago, la tórtola empezó a emular los movimientos de la estrella, y el niño, hasta el momento concentrado en su tarea, recobró el control de sí y fue tras la tórtola que no volaba tan lejos del suelo. El lago tibio de verano y poco profundo reproducía aquella escena de candor y belleza con una fidelidad digna del más hábil pintor y ni siquiera en viento se atrevió a fluctuar el agua para desvirtuar la imagen reflejada por la luz de la luna y la grandeza de Dios.   El avecilla continuaba emulando a la estrella pero, a través de su torpe vuelo también podía verse una anomalía nada hermosa. Al pasar por el lago el ave intentaba, como motivada por una fuerza interior que luchaba contra el hechizo, lanzarse en picada contra el agua; así podría sumergirse hasta el fondo con la intención de purificar su alma y alcanzar la estrella. El misticismo de aquella ceremonia impactante al principio, y después, monótona, se rompió abruptamente cuando una tórtola que yo no había visto apareció entre los árboles como un búho protector, y empezó a cantar en francés.   Aquellos débiles cantos, casi tristes, hicieron que la primera tórtola incrementara más su locura y con las alas empezó a rozar el agua. Todo indicaba que el ave pronto iba a colapsar y que la estrella se precipitaría sobre nosotros. Pero ocurrió todo lo contrario, el encantamiento del que hacía un momento el niño había despertado se apoderó de mí y sin poder hacer nada, quedé estático, imposibilitado hasta para mover los párpados; fue entonces cuando presencié algo sorprendente. La tórtola abrió una enorme boca y se bebió el lago, el niño, aplastado por la masa de plumas en que se convirtió inmediatamente la tórtola, desapareció de mi vista y la estrella estalló en mil trocitos que cayeron en forma de plumas.  La tórtola-búho alcanzó el éxtasis y se transformó en un hermoso adolescente, desnudo, de ojos mandarina, de piel de serpiente, que invitaba a la lujuria... pero luego de unos minutos estaba vestido de traje y corbata, y era viejo, un horrendo viejo con aspecto de jubilado que agarró a la tórtola como si fuera un guisante y se la llevó para hacerla su cena...  ¿Y yo? No sé lo que sucedió conmigo, ahora sólo veo paredes, enfermeros, medicinas, y tengo un número, y veo a quienes me rodean, al revés, y ya no puedo ver estrellas porque las únicas luces que aquí nos permiten son las de la memoria.     

(Este relato pertecece al libro Hotel Letters)

0 comentarios