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LOS DULCES VERANOS DEL JOVEN CONDE DE CEBALLOS

EVA, LA DE SILVESTRE

Llegó pasadas la dos. Yo dormía sobre los cuadernos y un libro de Bloy, el único que he podido leer de él pues me ha sido imposible hallar otro. Tomó asiento diagonal a mí, me sonrió y me dijo alocadamente “Me llamo Eva y soy de Aracataca”.   ¿De Aracataca?  El nombre de aldea, pueblo o ciudad me resultaba familiar, pero no lo identifiqué como fantástico. Me sonrió porque yo no dejé de observarla desde que cruzó la desvencijada puerta de madera que unía la sala de lectura con el vestíbulo; me sonrió porque necesitaba un amigo, como me explicó después, tras enseñar sus largos y afilados dientes de vampiresa.  Estaba vestida sobriamente, con una blusa marrón de encajes, muy ceñida; llevaba también una falda larga y ancha que le daba un aire de menina o bailarina de cabaret. Su cabello no era ni muy corto ni muy largo y se aferraba a su cuello como un pulpo que no sabe nadar y se agarra al casco del petrolero.  Tosía cada dos minutos y se pasaba por la nariz un klinex para borrar los riachuelos que transpiraban sus pulmones enfermos. Usaba un perfume barato, agradable, la fragancia impregnó de inmediato toda la habitación y sin embargo, el aire se conservaba fresco y benigno. Como era la hora de la comida había poca gente en la biblioteca, aunque no demasiado poca, digamos que en comparación a otras horas, estaba casi vacía.  Los libros apretujados y horizontales, puestos en las estanterías, eran inmunes a la multitud de historias antiguas y presentes que protagonizaban los comedidos lectores. Singulares personajes acuden cada día a este edificio barroco a punto de venirse a bajo, subsidiado con limosnas burocráticas de concejales incultos.  La breve historia de España reposa cautelosa sobre la mesa de las “novedades” pero a nadie parece interesarle una novedad sobre historia, así que el volumen, aunque añora una mano atrevida, permanece incólume y silvestre en su hábitat artificial suplicando no quedar para siempre virgen, soportando ese himen que le da picazón, así que asume una posición poco convencional, emulando a sus ancestros de la biblioteca de El Escorial, con el canto hacía afuera, rogando ser víctima de un abuso. Quizá nuestro amigo nunca será hojeado, ni siquiera por morbosa curiosidad...

- Eva, me llamo Eva... mi madre se llamaba María y mi abuela, Morgana -cuando dijo el nombre de su abuela supe que aquel menudo cuerpo envuelto en trapos elegantes no me era del todo desconocido. Su belleza amainaba con el paso de las horas.

- ¿Qué lees? -cuestioné sin demasiado esmero.

- Nada -respondió lacónica y supe que el ejemplar de Waugh en su mano sólo era una excusa para ocupar un sitio y tal vez propiciar un encuentro con un chico intelectual.-

 -¿Eres intelectual?

- No. Soy escritor.

- ¡Ah! -pareció defraudada, pero luego reflexionó.

- ¿Supongo que no tienes dinero? -interrogó abrigando la esperanza de que yo afirmara lo contrario-. Tardé en responder, pero lo hice sin mentir como me sentí en un primer momento impulsado a hacerlo.

- No, no tengo-. Empezó a mirar a cada lado, nerviosa, quería cambiar de sitio pero necesitaba asegurarse de que el aterrizaje sería exitoso, trató de localizar la presa, buscó incesantemente un posible cliente que le diera veinte billetes por disfrutar de su lengua dentro de la bragueta haciendo el número del “gusanito”, se levantó sin prestarme atención y fue a dar una vuelta, yo estuve todo el tiempo siguiéndole con la mirada.  Unos minutos después pareció cambiar de opinión y vino hasta mí, seguía mirando a cada lado como si fuera a robar. No quería dañar su reputación y verse involucrada en un caso “deshonroso” para su profesión, es decir, en una contradicción paródica a su condición.

-Invito yo -dijo irrefutable-. 

II 

La cómoda cumplió con su función estupendamente. Eva no parecía cansada aunque yo creía no poder más y pensaba en una deserción prematura. No hubo ni preguntas ni respuestas. No hablamos. No se cuestionó ni el pasado ni el futuro, ni intentamos, infructuosamente, reflexionar sobre aquel acto. En el pasado quedaron los absurdos monólogos o conferencias que se hacen en estos casos y que son tan odiosos.  Pensé en Lucrecia y aquella conversación post sobre cine y arte, droga y prostitución, política y metalmecánica. ¡Tonterías! Inútiles charlas de oradores profesionales que recitan sus ideas como si las tuvieran deletreadas en tarjetas de colores con una referencia a pie de página. 

III 

Sentados en aquel restaurante de la calle Balmes, estáticos y silenciosos como imágenes de póster. Mi mochila yace en el suelo, mi abrigo a dos metros, en una percha tallada en madera extranjera; los platos vacíos; el postre mordido; un café que se aproxima en manos de un diligente camarero; dos orujos helados en la zona de la frialdad; una anciana cruzando la calle; el televisor que estaba encendido se apaga por la vehemencia de un mando totalitario.  Ella se ríe por primera vez desde el acontecimiento; yo río sin saber por qué pero con la conciencia de que es mi deber hacerlo. Su corazón es de piedra, el mío, de látex. El pene me explota. La lujuria se apodera de mi lengua obligándola a convertirse en acróbata. Ella se enfada y saca, de no sé dónde, una bolsa de plástico, la abre y de ella extrae el cuerpo sin vida de un gato pardo, en descomposición. Lo pone en la mesa. Me insulta y se marcha sin pagar la cuenta, yo sólo puedo pensar en cómo voy a pagar esa demencial cuenta... 

...Se muere de tuberculosis dicen los rumores. Recuerdo sus palabras la última vez que nos vimos. 

- Viejo verde. Me llamo Eva, Eva, la hija de tu hermano Silvestre y la mujer de tu sobrino J. Silvestre. Mi madre se llamaba María, o sea tu tía materna, y mi abuela, Morgana... ¿sabes cuál Morgana? La conoces. Éste gato era su única compañía, nadie quería estar a su lado, como tú eras su favorito pensamos que te agradaría tener algo suyo... 

(Este relato pertenece al libro Hotel Letters)

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